Cassià Maria Just i Riba
Definitivamente, la Iglesia no se lo puso fácil a Franco en sus últimos años de vida. Al frente de la Conferencia Episcopal se encontraba el Cardenal Tarancón, que se había convertido en un molesto orzuelo en el ojo del dictador. Al amparo de Tarancón, la Iglesia albergaba reuniones políticas y sindicales clandestinas en las parroquias de los barrios populares. Después de todo, era la única institución en España que disfrutaba de los derechos de reunión y de asociación; derechos que los ciudadanos de a pie no disfrutaríamos hasta varios años más tarde. No es de extrañar que en determinados eventos, como el entierro de Carrero Blanco, Tarancón fuese gravemente increpado y amenazado por elementos afines al Régimen, hasta el punto de peligrar su integridad física.
Y si difíciles se ponían las relaciones del franquismo con la Iglesia en Madrid, más difíciles aún se estaban poniendo en Cataluña. Desde la montaña de Monterrat, auténtico corazón religioso de los catalanes, el abad del monasterio, Cassià María Just, que había sucedido al también combativo Aureli Maria Escarré, en el exilio por sus declaraciones públicas contra el régimen de Franco, también le plantaba cara al régimen dictatorial de Franco.
En Montserrat tuvieron lugar algunas de las mayores protestas y manifestaciones contra el franquismo, como el encuentro de intelectuales de 1970, o las protestas por el vil asesinato de Salvador Puig Antich y por los fusilamientos de 1975. La resistencia de Cassià Just contra la dictadura le valió el apodo de «El abad rojo».
Cuando ETA mató a Carrero Blanco, Franco dijo a un ministro de su gobierno: “nos tiembla el suelo bajo los pies”; no se equivocaba. Su régimen, basado ideológicamente en el ultracatolicismo, veía cómo la Iglesia había dejado de estar a su lado. Nuevos cardenales inspirados en el Concilio Vaticano II y amparados por el Papa Pablo VI estaban corroyendo la base social del Movimiento Nacional, y se oponían abiertamente a la dictadura ante el estupor de una sociedad criada en la más absoluta represión y sumisión. Religiosos como Tarancón o como Just tuvieron no poca trascendencia en los acontecimientos que desembocaron en la Democracia que hoy conocemos.
Por desgracia, Juan Pablo II y sus tres décadas de contrarreformas terminaron con el espíritu aperturista del Concilio Vaticano II, con la Teología de la Liberación y con el breve matrimonio entre la Iglesia y la Sociedad que se produjo durante los años 70, un camino que seguiría su sucesor Benedicto XVI y que hasta 2013 no volvió a revertirse con el pontificado de Francisco.
En marzo de 2008, el abad Cassià Maria Just, defensor de las libertades, del reconocimiento de los derechos de los homosexuales y partidario de permitir la eutanasia pasiva, era enterrado en el más humilde de los ataúdes, ataviado con el más humilde de los sudarios, y despedido por la exigua cifra de 500 personas. Supongo que Just murió preocupado por el inquietante rumbo involucionista que adoptaba su Iglesia en aquellos días.